dieciesetegrados
Me espera tras la puerta de cristal Beatriz, que trabaja en sala, y me señala —con una sonrisa en los ojos— una mesa que da justo a la ventana. Luz tenue, música ambiente y una ristra de neveras tras la barra que enseñan sus entrañas: vinos, más vinos y buenas piezas de carne en su proceso de maduración. Toda una declaración de intenciones. Una especie de cartel luminoso que anuncia que aquí se viene a gozar.
La carta, ahora en digital, parece un periódico extranjero. Hay opciones para abrir boca, al carbón de encina, oído cocina, huevos y postres caseros. Otra página solo de vinos y cavas. En la barra, dos tiradores de cerveza —os adelanto— bien fresquita. Hemos venido a jugar.
Nos sentamos. La música me dice que tranquila, que disfrute de comer sin prisas. Es interesante ver cómo el ambiente marca también el ritmo del restaurante. En este, el contexto me contagia un latido animado pero pausado.
Nos sirven dos llonguets recién hechos, calentitos, con alioli “sin huevo”, me dice Beatriz, y aceitunas. Mi perdición. Cuchara en mano, unto el alioli sobre el pan y saboreo el primer bocado. Para beber, dos copas de vino, una caña y agua. Siempre agua.
Desde mi mesa escucho el ambiente que hay en el reservado. He visto entrar a un grupo de amigos que parece que no es la primera vez que están en el diecisietegrados. Diecisiete grados es la temperatura idónea del vino, según los expertos. Por si te lo preguntabas, de ahí viene su nombre.
En muchos de los restaurantes a los que he acudido últimamente me ofrecen la posibilidad de pedir platos para compartir, incluso cuando se trata de un solomillo con patatas o de un plato que a todas luces era de aquellos que una se pedía con soberano egoísmo para atrincherarse y zampárselo con los codos como muralla y foso. Me gusta la cultura del compartir y este cambio al centro de mesa al que se están sumando restaurantes de largos manteles blancos. Me gusta por varias cosas: porque así podemos probar más variedad y porque así fomentamos la interacción en torno a la mesa, opinando en conjunto alrededor de lo que estamos comiendo.
Así que al centro de la nuestra llega la ensaladilla de la abuela, con cuatro trozos de focaccia colocados como torres saliendo de los cimientos de patata, zanahoria y demás ingredientes míticos de una ensaladilla clásica con un twist. De hecho, la coronan unas gambas cocinadas al punto que le quedan de gloria.
El steak tartar de solomillo de vaca cortado a cuchillo baila también en el centro de nuestra mesa, desplegado como un pavo real, en un emplatado precioso. La mostaza japonesa y el caviaroli lo visten de faroles. Va acompañado de carasau, bautizado como el pan más fino del mundo. Unas láminas delgadas y crujientes, de un sabor delicado que —aunque hacen su papel— no le quitan ni un pelo de protagonismo a la mezcla exquisita de sabores del tartar. Después de llevarme un poco a la boca, siento el picante tenue y placentero haciéndome chiribitas en la lengua. Me gusta.
Bebo un sorbo de cerveza y me levanto al aseo. El restaurante está decorado en negro y madera. Se distinguen las puertas de los aseos porque tienen dibujadas dos siluetas humanas con una única diferencia: la de las chicas muestra una copa de vino insinuando las ingles. La de los chicos muestra una botella de vino de manera elegante en la entrepierna. Sutil y divertido, siguen hablando así las paredes del universo en el que nos sumergen desde antes incluso de entrar al restaurante.
La mesa se sigue llenando. Croquetas melosas de jamón ibérico. Suaves, con un interior tan cremoso que casi me explota en la boca al bocado. Rebozadas en panko. Crujientísimas por fuera, cremosas por dentro. Imperdibles. Me comenta entre risas Nacho, el cocinero: “dicen que, si las croquetas están buenas en un sitio, todo lo demás estará bueno”. Y yo creo que no le falta razón: las croquetas actúan de marcador culinario. Están las croquetas de una madre, las croquetas de la taberna Ardosa en Madrid y, después, todas las demás. Estas, por ejemplo, entrarían en el top de mi lista.
Al lado de las croquetas, en nuestra mesa, está la pata de pulpo a la brasa. Va sobre un puré de patata monalisa, tomate seco y aceitunas. También lleva un toque de alioli de ajonegro y salsa brava de chipotle. Lo disfruto mientras sale de los altavoces el punteo de Mark Knopfler. Perfecto para seguir.
Los huevos rotos con alcachofas, imprescindibles. Incluso si no te gustan las alcachofas. Van ligeramente rebozadas en harina de garbanzos, fritas y crujientes, y sustituyen a las patatas. Así que alcachofas, huevos, jamón y un poco de pimentón. Las yemas, melosas y naranjísimas, como el ámbar de un semáforo, esperan con la misma urgencia a que Beatriz las cace con dos cucharas y las deje derramarse entre las curvas picudas de las alcachofas. Es una coreografía que suele hacer mesa por mesa cuando se pide este plato. A mí siempre me han gustado estos guiños al teatro. El espectáculo de comer no empieza cuando una se mete la comida en la boca.
Tres de cada tres veces me volvería a pedir estos huevos rotos. Una versión que pienso hacer alguna vez en casa.
Y llega la carne sobre una tabla de madera, como Cleopatra. La estrella final. Aplausos. Un lomo alto de corte japonés hecho al carbón de encina, al punto. La grasa infiltrada se deshace y lo deja jugosísimo. “Cada vez es más habitual que se pida carne en el centro, para compartir”, me dice Beatriz, subrayando mi pensamiento anterior. Parece que me ha leído las ganas.
No podemos más, pero siempre hay que dejar un hueco para el postre. Incluso cuando no queda hueco. Sobre todo si está escrito blanco sobre negro en la carta con el nombre de ‘Choco, choco, choco’. Me parece un grito de guerra para los golosos, algo a lo que no puedo decir que no. Deslizamos la cuchara sobre el brownie de chocolate, el helado, también de chocolate, y la garnacha de chocolate blanco, llevándonos también un poco de tierra de chocolate. ¿El nombre de este postre? Ahora ya sabes por qué. Choco, choco y más choco. Paraíso.
Y con esto le ponemos el punto y seguido (otro día más) a una comida de fuegos artificiales.