Malamadre

Malamadre, un punto de encuentro para los foodies mallorquines
Malamadre
Malamadre
26 Diciembre, 2019
Marta Simonet
Me recibe el jefe de sala con una amplia sonrisa y los ojos bien abiertos. Me ofrece tomar algo en las mesas altas y, mientras me trae el agua, ojeo la carta y miro a mi alrededor observando el interior de Malamadre, el restaurante que me acaban de presentar como "fusión de fusiones". Dos besos. Veo que además de los platos de la carta -panes caseros, ceviche, tataki, tártar, burrata, samosas, rollitos, burritos, tacos, pulpo, hamburguesas, woks, entraña, pluma ibérica, poke bowl y otras maravillas del mundo que no voy a citar porque me quedo sin respiración-, también tienen un menú de mediodía con amplias y atractivas opciones.

Malamadre está justo en la esquina frente al puerto del Portixol. Desde mi mesa veo barcos grandes y pequeños al otro lado de la carretera. Están fuera del agua porque ha acabado el verano y, despeluchados y llenos de caracolines, esperan ser adecentados por los marineros que caminan tranquilos alrededor del casco. Me siento recogida aquí sentada, entre sus grandes ventanales que hacen las veces de enormes cuadros. Las paredes están vestidas con jardines verticales llenos de malasmadres -una planta muy habitual en los patios de las casas mallorquinas, que tiene este nombre porque expulsa a los hijos que nacen de sus cintas-. Las mesas de color aguamarina, sin manteles. En la pared del fondo, antes de los baños, un enorme mural de René Makela da aún más color a la sala.

Entran dos chicas. Eligen una de las mesas que están al lado del jardín vertical. Sonríen. Se quitan el abrigo y miran, igual que hice yo al entrar, a su alrededor. Veo que sus miradas recorren desde la barra de cócteles hasta la parrilla. Se quitan el abrigo y comparten la misma carta las dos. Está claro que en Malamadre la cosa va de compartir: platos, cócteles, risas, charlas, buenos momentos. Hay personas de todo tipo y eso me gusta.

La música suena tranquila. Agradable. Y nadie habla demasiado alto. Se está a gusto. Los camareros pasean por las mesas amigables, como si conocieran a todo el mundo pero sin pasarse. Me han dicho que los viernes a media tarde el ambiente cambia, hay más personas en las mesas altas disfrutando de un picoteo y un cóctel. Vierneo. Adiós oficina y hola buen rollo. Un viernes me pasaré.

Tengo hambre. He visto cómo preparaban un taco a la brasa. Y justo aterrizan los panes caseros -elaborados a diario- en mi mesa: focaccias y pitas acompañadas de tzatziki, aceitunas kalamata  y guacamole serrano para picar y dipear. Me chupo los dedos. Le sigue un tataki de solomillo (Joselito) con algas, ajo blanco, cebolla marinada y brotes. La sensación en la boca es tan suave que parece atún. Sublime. Después, la entraña cocinada en la enorme parrilla de la sala se me deshace en la boca. Y llega el taco que he visto hacer con amor hace un rato. Pica, está jugoso, tiene cilantro, guacamole serrano, cebolla encurtida, pimienta y una sabrosa carne salteada a la brasa. La sensación del humo en la boca marca la diferencia. Ahora, la ensalada crujiente. Vistosa, coronada con un cangrejo de concha blanda. Me encantan esos cangrejos, los puedo masticar enteros y tragármelos sintiendo el crujiente mientras cierro los ojos. Hojas y fruta (mango, papaya). Una ensalada fresca, diferente. Esta sacude el mundo de las ensaladas saliéndose de lo aburrido. Da gusto encontrar este tipo de opciones. Traen el mollete de pato y alucino con la cantidad. Sin duda, son platos para compartir. Me esperaba varios molletes de un bocado, pero es uno de un palmo partido en cuatro porciones. No me quejaré, la carne deshilachada del pato sale de los laterales del pan y me está poniendo ojitos. Todas las raciones son generosas, para compartir a gusto y no quedarte con hambre.

Escucho cómo mueve los cubiertos sobre su plato el chico que está sentado detrás de mí. A juzgar por el sonido, parece que le ha encantado. Oigo cómo rebaña con los cubiertos los bordes del plato. Yo tampoco dejaría ni las migas de esa lasaña de chuleta de vaca. La pareja de al lado está chupándose los dedos entre mejillón y mejillón. Se los han servido en una olla preciosa en el centro de la mesa y ahora les llega una chuleta de ternera en dos cocciones que me recuerda a aquella que tumbaba el coche de Los Picapiedra. 

Solo me faltan las ostras. Aquí las hacen a la parrilla. Le exprimo un chorrito de lima. Deliciosa. Pau Bestard -copropietario de Malamadre, Grupo PalmaOcio- me las había recomendado antes de empezar. Hemos charlado sobre el concepto, los platos, la idea y el ambiente. Sobre cómo empezó todo hace unos meses y sobre lo que echa de menos entre las paredes de este restaurante a Cati Vidal, la cocinera que lideró el proyecto desde los fogones. “Ella ha sentido Malamadre como su hijo incluso antes de que hubiera nacido”, me dice Pau.

No me queda sitio para el postre, pero he visto en la carta uno que se llama Mango loco que viene con un cóctel en pipeta. No se me ocurre mejor opción para aterrizar de este viaje de sabores que hincarle la cuchara, como si fuera un avión, a la torre de espuma de coco que lleva esta maravilla.

Malamadre, un restaurante para compartir y compartirlo.

Fotos: Jaime Collazos.

Carrer de Llucmajor, 1
07006 Palma Balears
España

871 71 25 64

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